Plan PIBE

Tenía cuatro ruedas, un volante, el contacto, tres pedales, ventanillas, parachoques… no dejaba de ser un coche. Da igual por donde mirara, ella era exactamente lo que veía. Puede que fuera un poco más grande de lo acostumbrado, o más elegante, pero seguía siendo un coche. En base a eso, decidió dejarle la compra a su hermano que tan entretenido estaba hablando con el vendedor del concesionario sobre todas las prestaciones al más bajo precio que tenía aquel… coche.
Mientras se salía a la puerta a fumarse un cigarro en un mal intento de que la dejaran tranquila, oyó que la llamaban. Cuando se dió la vuelta se encontró a la última persona a la que habría pensado encontrarse en un concesionario de coches de segunda mano: su vecino del quinto.
Tenía dos piernas, dos brazos, un cuello, una cabeza… no dejaba de ser una persona. Eso podría haber dicho cualquiera. Como mucho podrían decir que vivían en el mismo edificio, y que él vivía en el quinto, lo que lo convertía en su vecino del quinto, pero poco más. Pero ella no era cualquiera. Cuando lo miraba veía más allá. Veía todas su prestaciones: su sonrisa torcida, su incapacidad para mantener las manos quietas, su manía de metérselas en los bolsillos cuando se daba cuenta, su pelo constantemente enmarañado, su forma de morderse el interior del labio cuando pensaba, sus excelentemente definidos músculos, sus constantes referencias a cualquier serie que haya existido a lo largo de la historia de la televisión… y la más importante, su capacidad para convertir hasta el gesto más insignificante y absurdo en el mayor acontecimiento en su mundo.
Mientras le saludaba con una amplia (amplísima) sonrisa y un gesto de mano, se preguntó para sus adentros si el vendedor que hablaba en esos mismos instantes con su hermano podría ponerle a su vecino a un buen precio también.
Salieron fuera y trataron todos esos asuntos que le importan a todo el mundo y de los que, al mismo tiempo, sólo unos pocos saben. Tras la correspondiente charla de rigor entre dos adultos responsables sobre lo mal que está el mundo, la economía y todas sus variantes, él le dijo que llevaba oliendo todos los días a las dos y media del medio día un aroma a comida de la buena que subía por el patio interior desde que llegó al edificio y que, hacía poco, se había dado cuenta de que venía del piso de ella. Tras los típicos comentarios en los que él la halagaba por sus dotes culinarias y ella le restaba importancia, le dijo con voz de interesante que un día podía subir y cocinar para él. Al escuchar eso, ella pensó que podría haberse ahorrado todos aquellos encuentros casuales en la escalera que tanto le había costado preparar con sólo haber subido y llamar a su puerta con una tortilla de patatas en la mano y una proposición indecente en la otra.
Y fue justo en ese momento cuando perdió todo el interés y pasó de ser el hombre de sus sueños para convertirse en… bueno, eso, su vecino del quinto.

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